Al fin, salió a la calle: cruzó las plazas, fue al parque, leyó un libro. Observaba a todo el mundo pero no decía nada a nadie, no podía. Desde que había llegado se encontraba envuelta en unos recuerdos que le impedían llegar a pensar que aquello que vivía era la realidad.
En aquellos momentos no sabía si era feliz o no, su ensoñación la cegaba y la hacía andar despacio como si disfrutara de una conversación invisible. Pasó todo el día hipnotizada y relajada.
Aquella noche después de cenar, vió sus ojos y escuchó su voz y lo sintió tan cerca que pensó, segura de sí misma, que nada había cambiado. Su ilusión continuaba incrustada en los pliegues de su cerebro. Pero mientras lo escuchaba distraídamente, un gesto en su cara llamó su atención y, dejándose llevar por un instinto olvidado, ella rozó con sus dedos aquella piel llena de minúsculos puntitos tricolores…
Entonces, sus labios, en un momento de debilidad, se despegaron. Y mientras temblaban, lentamente, dejaron escapar cuatro palabras entrelazadas sólo perceptibles por unos auriculares a 1000 Km de distancia:
– Te echo de menos.